Las regiones más dinámicas del planeta no se definen por su tamaño ni por sus recursos, sino por su capacidad colectiva para procesar información, resolver problemas complejos y transformar conocimiento en valor.
En un contexto global donde la tecnología redefine industrias y la velocidad del cambio supera cualquier precedente, la innovación se ha convertido en el principal motor de competitividad. Ya no alcanza con producir más barato o más rápido: hoy las economías y las organizaciones más exitosas son aquellas capaces de aprender, adaptarse y crear valor a partir de la complejidad.
Innovar no es solo inventar, sino articular conocimiento, talento y redes para resolver problemas nuevos con enfoques distintos.
En el mundo actual, la competitividad de las regiones no depende solo del costo o del tamaño del mercado, sino de su capacidad para procesar complejidad. Esa es la verdadera frontera del desarrollo.
Como señala César Hidalgo, fundador del Instituto de Complejidad Económica del MIT, existen problemas que se resuelven a distintos niveles: algunos a nivel persona-byte, otros a nivel equipo-byte, otros de organización y otros de redes de organizaciones. Cuanto más complejo el problema que una sociedad o empresa puede resolver, mayor es su valor agregado. Hidalgo llama a comparar “manzanas con manzanas”, pero muestra una fruta junto a un iPhone para recordarnos que no todo lo que parece comparable lo es: el valor está en la complejidad que una comunidad puede procesar.
Los superhubs de innovación descritos por Xavier Ferràs —como Shenzhen-Hong Kong, Seúl o Silicon Valley— concentran precisamente esa capacidad colectiva de procesar información y coordinar conocimiento diverso. No son solo conglomerados de empresas tecnológicas: son superredes humanas, donde científicos, ingenieros, diseñadores, emprendedores e inversores interactúan constantemente, haciendo que el conocimiento fluya y se multiplique.
En estos ecosistemas, la innovación surge de la densidad de conexiones y de la confianza, no del aislamiento. Paradójicamente, en muchos contextos empresariales, la confianza actúa como un límite: se construyen lazos fuertes dentro de grupos, pero barreras hacia afuera que impiden que las ideas circulen. Los superhubs rompen esa lógica; allí la confianza no encierra, orquesta el intercambio.
Cada vez más, la competitividad global depende de esta capacidad de articular sistemas complejos de colaboración, donde la tecnología, las universidades, las empresas y el capital trabajan como una sola red de procesamiento distribuido. Las regiones que logren construir y sostener esas redes serán las que lideren la economía del conocimiento.
¿Cómo vamos a vincular a nuestras empresas al flujo de complejidad? ¿Cómo pensamos participar de nuevos espacios de valor que se están creando? ¿Los miramos siquiera?
El 27 de febrero vamos a Silicon Valley con un nuevo programa.


